“Tanta es nuestra pereza intelectual que
estamos cómodamente sumidos en el congelado esquema de una quimera” S. Salazar
Bondy
En 1961 el Instituto
Internacional del Teatro (ITI) proclamó el 27 de marzo como el Día Mundial del
Teatro. Celebración que hasta hoy -y creciendo- se realiza en un centenar de países
con un mensaje global que nos reúne alrededor de la voz de un reconocido
teatrista y los teatros del mundo. Sin embargo, cada centro del ITI designa un
representante local para darle mayor relevancia a esta fiesta. Con esta tarea
aparecen todas las preguntas que uno debe formular para darle dignidad y
sentido nacional a un mensaje dirigido -en esta ocasión- a la comunidad teatral
del Perú. Pienso que es un gran momento para hablar de “nuestras cosas”. Pienso
también que estas breves palabras no alcanzarán y el papel, en este caso, no lo
aguantaría todo. Sí pues, somos complejos. No nos mintamos. Ser conciliadores,
inclusivos y políticamente correctos tampoco sería un mensaje sincero. Nuestros
míticos intentos por definirnos son de tal magnitud que nos hemos creído varios
cuentos. Lima sigue siendo el ombligo colonial del Perú. Pero felizmente, no es
el Perú.
Como diría Einstein: “La
imaginación es más importante que el conocimiento”. De eso tenemos bastante.
Imaginemos por un momento un país que escucha, que no olvida, que abraza la
diferencia con amor y sobre todo con autoestima renovada. Haciendo honor a la
“cerviz levantó” de nuestro Himno Nacional. Quizá otra sería la mirada de los
que andamos las calles con el apuro de los días y la insoportable bulla del
asfalto. Quizá no tengamos que inventar movilizaciones cívicas todas las
semanas por reclamos cada vez más absurdos que solo levantan polvo para tapar
alguna zanja maloliente. Quizá podamos confiar en que nuestros hijos e hijas
vayan a una escuela libre y gratuita sin temor a ser maltratados. Quizá nos
enfermemos un poco menos. Quizá otros serían nuestros sueños y otras nuestras
preocupaciones. Quizá podamos imaginar que la cultura también cura el hambre de
un país ancho y mayormente ajeno.
Es cierto que la esperanza es lo
último que se pierde. Aunque perdamos la cabeza cada fin de mes. Es cierto.
Estas pequeñas certezas nos hacen humanos. Nos vinculan en un solo grito. Nos
regalan utopías y nos devuelven la vida.
Todo es fuente creativa. Todo puede ser teatro. Bueno o malo, no importa. Mucho
más ahora que nuestras palabras son usadas para “infinitos escenarios” del
cotidiano. Y actores hay por montones. Los vemos en los noticieros todos los
días. Exhibiendo como pavo real su dudosa cordura. Su llantito que resuena como
letanía al Cristo Morado. Y claro, parece que espectadores hubiera a
borbotones, pero la realidad dice lo contrario. Mucha vitrina para pocos
observadores. Aplicado a nuestras salas teatrales es más fácil reconocerlo. Pero,
¿estamos haciendo algo al respeto? ¡No! Ninguna butaca se llena sin crearle
conciencia sostenible al visitante. El éxito de afuera no garantiza el éxito de
aquí. No somos la capital del futuro. Aún no.
El reto está en alumbrar una
nueva raza de actores. Actores y
actrices sin máscaras. Con impoluta sinceridad para obtener el privilegio de
mentir en el escenario usando la realidad como insuperable. Tarea difícil.
Tarea urgente. ¿Qué debemos celebrar entonces un día como este? ¿Qué debemos
celebrar todos los días? ¡La verdad! Ese teatro que apuesta por ser honesto sin
bajarse los pantalones. Ese teatro que se gesta en la calle y que reclama su
calle. Ese teatro que entretiene pero que señala con el dedo las cicatrices.
Ese teatro que señala pero que no oculta su buen humor. Ese teatro que se hace
detrás de los telones. Con luz de día. Con luz de salón de clases. Con luz de
casa. Ese teatro que no teme levantar la voz porque sus patrones le patean el
trasero. Ese teatro que no necesita bolsa de viaje, ni grandes edificios para
hablar de su entorno. Ese teatro que no llora sobre la leche derramada porque
es capaz de ordeñar todas las vacas del mundo. Ese teatro que no “necesita” el
aplauso porque se da espontáneamente como un regalo de los dioses. Ese teatro
que sí “necesita” el aplauso aunque venga incluido en su impagable entrada. Ese
teatro que no compite con su propia sombra, ni se recuesta a la sombra de un
poderoso funcionario. Ese teatro que se da la mano, que se besa con ternura y
que convive con el otro para re-conocerse a sí mismo.
Recuerdo a Sara Joffré -en una
ilustre ceremonia de una universidad trujillana- decir mientras rechazaba un
reconocimiento público: “Este país está enfermo de aplausos”. ¿Entonces qué
pensar? Simplemente, pienso, celebremos la verdad. Celebremos la vida. Celebremos
nuestros teatros del Perú en toda su anchura multicolor. ¡Ha llegado el momento
de reinventarnos y hacernos cargo de nuestra historia sin vendas en los ojos!
¡Celebremos la esperanza! ¡Celebremos! ¿Celebremos?
Diego La Hoz
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